
En un giro que no sorprende a nadie, pero que igual nos deja con ese regusto amargo, Irán y Egipto han dicho que no jugarán el partido programado para el Día del Orgullo LGTBI en el Mundial de 2026. Las federaciones de ambos países han declinado participar, dejando claro que la tolerancia y la diversidad en el fútbol aún tienen sus barreras.
La excusa oficial habla de “diferencias culturales”, pero la realidad es que este partido, pensado para celebrar la inclusión, ha chocado con la censura de dos países donde ser abiertamente LGTBI sigue estando penalizado.
En Irán, las relaciones entre personas del mismo sexo pueden castigarse con penas de muerte, latigazos o largos periodos de cárcel, mientras que en Egipto la represión se ejerce mediante leyes contra el “libertinaje”, detenciones arbitrarias, persecución digital y entrampamiento policial. En este contexto, la negativa de ambos países a jugar el partido Pride expone precisamente por qué estos encuentros son necesarios: porque donde el arcoíris es delito, la visibilidad se vuelve un acto político. Y ahora la pelota está en manos de la FIFA, que deberá decidir si mantiene su compromiso con la inclusión o si vuelve a retroceder como en Qatar.
Tras la negativa de Egipto e Irán, el desafío para la FIFA es demostrar que su discurso de “fútbol para todos” va más allá de las campañas bonitas, implica mantener firme el compromiso con la diversidad sin repetir retrocesos como los de Qatar. El organismo debería incorporar cláusulas antidiscriminación tan obligatorias como las normas antidopaje, garantizar la protección real de jugadores, aficionados y personal LGTBI mediante protocolos sólidos y posicionarse sin ambigüedades cuando la visibilidad LGTBI incomoda a ciertos gobiernos. En definitiva, la FIFA tiene la oportunidad —y la responsabilidad— de demostrar que no retrocede cuando la diversidad entra en juego.
¡Que el partido por la diversidad continúe, aunque algunos se queden en fuera de juego!





